Columna: Violencia, Cultura y Religión
(Por: Pbro. Luis Eduardo Martínez Bastardo)
Lmartinezbastardo@yahoo.com
A Alex Guillermo y Julio Ramón,
Sacerdotes de la Iglesia de Valencia.
La muerte no los arrebató,
pero no venció, venció el amor.
La existencia del mal es una de las cuestiones que se presentan ante nosotros como un verdadero misterio. El mal nos acecha, nos cuestiona, nos ataca, nos hiere; se manifiesta en la vida de muchas maneras. La enfermedad, que hunde hasta las profundidades a la persona humana; la envidia, los egoísmos, las rivalidades que no pocas veces son el origen de los conflictos más terribles de la humanidad; la guerra, el origen de la violencia humana, religiosa; incluso nuestra propensión al pecado,
nuestras luchas internas que hacen que se divida nuestro yo interior, todo esto está tocado, herido por el mal que nos hace sufrir, nos golpea.
La pregunta que viene siempre a nosotros es ¿Cuál es el origen del mal? ¿Por qué el mal debe atacarme? ¿Qué fuerza es esa que parece ser más poderosa que el bien? Cuando estoy delante un misterio como este, recuerdo algunos episodios de situaciones extremas. Visitando una funeraria para orar ante el cuerpo inerte de un joven, llegó una señora muy activa de la Parroquia, la cual abrazó a la desconsolada madre de aquél muchacho, -ya que solo tenía 20 años-, y le dije: “Resignación, Dios lo ha querido así, ha sido su voluntad”. Incluso en esta situación mundial y local que vivimos no solo fruto de la pandemia sino del egoísmo, la mezquindad y la mediocridad, los venezolanos estamos sumidos en una crisis indecible, sin precedentes, y algunos afirman que “Dios ha querido esto, Él sabrá
por qué”.
La razón de ser de todas estas cosas que hemos referido es que le buscamos una explicación al origen del mal, al no encontrarlo fácilmente, creemos, – equivocadisimamente-, que el mal tiene el origen en la misma fuente que el bien: Dios, y esto, sin duda alguna no es así. No es posible que dos fuerzas que se contraponen en sí mismas, que expresan dos polos contrarios, tengan el mismo origen.
Ni el mal ni todo lo que procede de él: la muerte, el pecado, el odio y todas las cosas que son consecuencia de él, brotan del corazón amante y misericordioso del Padre ya que Dios es amor y solo amor.
Fray Publio Restrepo González en un artículo que publica sobre El Problema de mal en San Agustín afirma que: “¿De dónde procede entonces el mal? se pregunta San Agustín, responde que de la «corrupción del modo, de la belleza y del orden». Esa es la naturaleza del mal, o sea: la corrupción de esos tres bienes generales que encierran todos los otros bienes en las criaturas tanto espirituales como materiales o corporales”.
El Pecado trajo a la humanidad muchas consecuencias, una de ellas es la muerte. La muerte constituye el momento más doloroso de la vida humana, de la vida biológica. La muerte tiene diversas formas de manifestarse: la enfermedad, por ejemplo es una expresión cruda de la muerte como consecuencia del pecado; por medio de ella sentimos la fragilidad de la vida, lo débil que es el ser humano aunque se muestre como dueño del mundo. Justamente en este momento de tanta dificultad, una partícula microscópica tiene a la humanidad arrinconada, arrodillada, diciéndonos que no somos más que barro. La muerte es siempre un hecho incontrastable, siempre despierta nuestra atención, siempre nos impulsa a una antropodicea: no solo preguntamos a Dios por qué, sino que también le preguntamos, porqué a mí.
Durante la Edad Media, se repetía insistentemente una expresión que evidenciaba el
sentimiento más íntimo del ser humano sobre la muerte: “¡La muerte me atemoriza profundamente!”.
La muerte llega de improviso, nos sorprende como un ladrón, nos arranca de nuestro lado a los seres que amamos. La muerte perturba nuestra tranquilidad, sobre todo cuando muere alguien cercano a nosotros, ella nos agobia cuando nos toca de cerca. El mismo evangelio está lleno de estas referencias; incluso Jesús ante la muerte de Lázaro, su amigo, lloró y su hermana Marta le reclamó el no haber
estado para evitarlo. (Cfr. Juan 11, 17-22).
La muerte nos acompañará eternamente. Estamos impregnados de la “Hermana Muerte”, como la llamó San Francisco de Asís. Sin duda, la muerte es uno de los misterios más dolorosos de la vida humana. Sin embargo, la muerte no es mala, la muerte, como hemos dicho es dolorosa. Para creyentes y no creyentes, la muerte es el mismo paso, tiene las mismas características, la diferencia estriba en que
los creyentes consideramos que la muerte no es el final, no tiene la última palabra. Hemos referido a San Agustín en las líneas precedentes, también este santo Obispo, sufrió las consecuencias que deja la muerte en nosotros cuando debemos despedir a un ser amado, especialmente a una madre. Su compañera de camino, su maestra de fe, la autora de su conversión, las lágrimas que zanjaron su camino hacia Dios, fue Mónica, y ante su partida, Agustín sufrió amargamente “pero ella no moría
miserablemente ni moría totalmente. Estábamos plenamente seguros de ello por el testimonio de sus costumbres, por su fe sincera (1Tim 1, 5)”, así lo afirma en Las Confesiones. La tristeza fue dando paso a la gratitud y a la tranquilidad. Esta fue la conclusión a la que llegó el santo Obispo de Hipona al metabolizar la muerte de su Madre.
La muerte forma parte del ahora del ser humano; su presencia nos invita asumirla con conciencia y libertad, la muerte misma es libertad. Un filósofo alemán llamado Martín Heidegger sostiene que solo aceptando la muerte, la fuerza que tiene sobre nosotros, en cuanto a frágiles y débiles, es que logramos aceptar también nuestra propia realización. Por su parte, Santo Tomás de Aquino, reconoce que la muerte es una verdadera desgracia para la humanidad, el dolor desgarrador que deja a su paso se convierte en una desdicha para los seres humanos.
Ambas visiones, una impregnada de un crítico existencialismo que asume la muerte como parte de la vida y que la hace entrar seriamente en el Ser y la del maestro de la escolástica medieval en la que la muerte representa una desgracia, un error en la humanidad, solo expresan, en ambos casos, la impotencia. La naturaleza humana es impotente frente al misterio de la muerte.
La situación pandémica de la humanidad en este momento, que nos afecta duramente a tantos y que nos ha mostrado el alcance de la maldad humana, la cual es una clase de muerte, nos obliga a contemplar la muerte, nos lo impone. La enfermedad es una lucha decisiva entre la vida que nos reclama la presencia en este mundo y la muerte. La persona humana no lucha contra la enfermedad, lucha contra la muerte, ella es la antesala, ella se encarga de recordar que la vida biológica no es la eterna, la vida biológica no es para siempre.
El mundo en el que vivimos es un mundo sumergido en la muerte; son muchas las expresiones de ésta, no en vano el recordado Papa Juan Pablo II, santo de la Iglesia, alertaba a la humanidad sobre la cultura de la muerte. La propuesta del Pontífice fue siempre la “civilización del amor”. En el libro: Dios en la Pandemia, del Georges Austin y el Cardenal Kasper, Austin sostiene que: “A la vista de la muerte, el hombre mismo se vuelve un interrogante, como lo formuló de modo ya clásico san Agustín
en sus Confesiones, bajo el dolor por la muerte inesperada de un joven amigo: «Me convertí en una gran pregunta para mí mismo»”. La muerte como misterio nos refiere inseparablemente al misterio de la vida, la experimentamos por y en los demás, pero no la queremos vivir en nosotros mismos, prolongamos su efecto en nosotros, postergamos sus consecuencias.
Los cristianos, creyentes, luz del mundo y sal de la tierra, testigos de la resurrección, somos hijos de la esperanza, nos dejamos mover por ella y damos razones por medio de ella. La Resurrección de Cristo nos ha abierto para siempre el mundo de Dios, nos ha dejado entrar en su dimensión de Dios y Padre para vivir con Él y darle sentido pleno a la vida biológica. Pero al vivir unidos a la esperanza de la Resurrección, se asume por antonomasia la existencia de la muerte, es decir, no se niega. Austin
afirma la identidad de la vida eterna, la vida que asumimos de Dios, la vida del eterno en nosotros, y sostiene que: “La vida actual queda transformada. «Esto corruptible tiene que revestirse de incorruptibilidad y lo mortal tiene que revestirse de inmortalidad. Cuando lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo mortal de inmortalidad, se cumplirá lo escrito: La muerte ha sido aniquilada
definitivamente. ¿Dónde queda, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde queda, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor15,53).
La esperanza en la resurrección se concreta en esta vida, no en otra. La muerte ha sido vencida.