*2020 fue proclamado por Naciones Unidas (ONU) conjuntamente con la OMS (Organización Mundial de la Salud) como el Año Internacional del Personal de Enfermería con la finalidad de reconocer la función crucial de estos profesionales en la prestación de cuidados sanitarios. Casualmente, a comienzos de este año estalló la crisis de la pandemia, de manera que todos los actos conmemorativos fueron suspendidos y al personal de enfermería le ha tocado trabajar más que nunca. Otro motivo para honrar a estos héroes y heroínas de la salud.
Se escogió 2020 porque justamente se cumple el bicentenario del nacimiento de Florence Nightingale (12 de mayo de 1820), fundadora de la enfermería moderna. Si bien ella fundó la primera escuela profesional de enfermería en 1860, existen importantes antecedentes históricos ocultos o poco conocidos que vale la pena recordar como homenaje a estas trabajadoras de la salud que muchas veces no reciben el reconocimiento que merecen.
En el silgo XIV, Europa se encontraba azotada por la peste bubónica o peste negra, una de las primeras pandemias que afectó a la humanidad. Durante los largos y sombríos meses de 1665, la peste bubónica arrasó la ciudad de Londres. Mientras miles yacían enfermos y moribundos, alguien tenía que realizar el trabajo poco envidiable de cuidar a los enfermos, la mayoría de ellos durante los últimos momentos de su vida. Esa tarea invariablemente recaía en las mujeres.
En esa época, no existía la salud pública y cuando llegaba «la plaga», las parroquias hacían cumplir «las órdenes de la peste» en toda la ciudad, que estipulaban que se nombrara a dos mujeres para servir como “cuidadoras” (o enfermeras) de las personas infectadas. Eran llamadas “Las enfermeras de la peste” y por lo general, se trataba de mujeres pobres, ancianas o viudas que vivían de la caridad, por lo que podían ser forzadas a hacer lo que se les ordenaba amenazándolas con retirarles sus limosnas, alimentos o pensiones. Incluso, se conocen casos de mujeres que iban a ser ejecutadas y les ofrecían el trabajo de enfermeras a cambio de un indulto. A pesar que ejercían uno de los trabajos más difíciles que se pudiera imaginar, no eran vistas con simpatía ni admiración. Como eran de los pocas personas a las que se les permitía la entrada a las casas infectadas, y por trabajar tan cerca de los enfermos, inspiraban miedo y repulsión entre la aterrorizada población.
En 1660, en Inglaterra se crearon las “Casa de la peste” para aislar a víctimas de la peste bubónica. De manera que las enfermeras también se ubicaron en estos hospicios. Londres albergaba al menos a 60 profesionales médicos sin licencia. No está claro si todos permanecieron en la capital cuando llegó la peste, pero es interesante notar que, durante el brote de 1607, una enfermera llamada Alice Wright se quedó en la ciudad y se encargó ella sola de atender a todos los que acudían todos los días
Cuando las enfermeras de la peste no podían hacer más por una persona infectada, llegaba el momento de que vinieran las “buscadoras”, mujeres encargadas de inspeccionar cadáveres e informar, «al máximo de su conocimiento», cuál era exactamente la causa de su muerte. Cada comunidad elegía a sus propias buscadoras, que debían ser mujeres de «reputación honesta». ¿Por qué esa tarea rara vez recaía en los hombres? Probablemente se debía a que las mujeres, en la religión cristiana, tradicionalmente se han hecho cargo del difunto: lavar, afeitar y vestir el cadáver de una persona antes del entierro. Era la más sombría de las tareas. Las buscadoras estaban encargadas de llevar semanalmente un registro del número de fallecidos, «Bills of Mortality» (cuentas de mortalidad) que hasta el día de hoy son una valiosa referencia para el estudio de la peste en aquellos tiempos.
La otra importante referencia histórica, casi desconocida, es Isabel Zendal, la única mujer que participó en la Real Expedición Humanitaria de la Vacuna que, a bordo de la corbeta María Pita, emprendió en 1803 la gran gesta de vacunación masiva contra la viruela en América Latina y Filipinas. Isabel Zendal, nacida en La Coruña en 1773, se llevó a su hijo y fue la enfermera encargada de acompañar y cuidar a los 22 niños huérfanos, de entre tres y nueve años, portadores de la vacuna en sus propios cuerpos. Ella permaneció nueve años de navegación y rutas terrestres para inmunizar a más de 250.000 personas en la primera gran campaña universal de vacunación en la historia de la humanidad. Su papel fue decisivo, arriesgando su salud por cuidar de los niños día y noche. En 1805, al concluir la expedición, Isabel y su hijo volvieron a México, se instalaron en Puebla y nunca más regresaron a España.