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El rey iba desnudo y España miró a otro lado

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Una cultura de pleitesía desfasada, pero todavía vigente, permitió a Juan Carlos I convertirse en el millonario lobista de las dictaduras árabes y ocultar su fortuna durante décadas. Solo una reforma profunda puede rescatar a la monarquía de su peor crisis.

David Jiménez*

The New York Times.

MADRID — Uno de los primeros encargos que recibí como reportero, en 1996, fue entrevistar a una supuesta amante del rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón. Mis editores en El Mundo investigaban si la actriz de cine y televisión Barbara Rey estaba exigiendo al Estado dinero a cambio de no revelar su relación con el rey. No conseguí la entrevista, la amiga del monarca guardó silencio tras denunciar presiones y las dos grandes debilidades de nuestro rey —mujeres y dinero— continuaron siendo el secreto peor guardado del país otras dos décadas.

Admitámoslo: los españoles siempre supimos que el rey iba desnudo, pero decidimos mirar a otro lado.

Una desfasada cultura de pleitesía, la opacidad que rodea a la monarquía española y una Constitución que excluye a nuestros reyes de cualquier responsabilidad penal enviaron al monarca el mensaje de que estaba por encima de la ley. Sus privilegios, como la inmunidad judicial, diseñados para dar estabilidad a la institución, fueron aprovechados para amasar una fortuna cuyo principal origen fueron las millonarias donaciones de dictadores árabes. Las cantidades eran lo suficientemente importantes como para que en 2012, en mitad de la gran recesión y con una cuarta parte de los españoles sin empleo, el rey emérito transfiriera 65 millones de euros a otra de sus amantes, la empresaria alemana Corinna Larsen.

La revelación de ese “regalo” real, que Larsen atribuye al “amor y la gratitud” y los investigadores a un intento de ocultar dinero ilícito, es solo la punta del iceberg de un escándalo que ha forzado el exilio del monarca. Los españoles desconocemos el paradero de Juan Carlos I desde que la semana pasada se anunció su salida del país. La estrategia de alejarlo de los focos, adoptada tras una negociación secreta entre la Casa Real y el gobierno, demuestra que no hemos aprendido nada.

Juan Carlos, quien abdicó al trono a favor de su hijo Felipe VI en 2014, debería haber permanecido en el país que reinó durante casi cuatro décadas hasta que se aclaren las causas por las que está siendo investigado en Suiza y España, incluida la entrega de 100 millones de dólares por parte de Arabia Saudí en 2008. El botín real bajo sospecha, acumulado durante décadas, incluye coches Ferrari, un yate, viajes de lujo, tierras en Marruecos o un piso londinense valorado en más 62 millones de euros, obsequio del sultán de Omán. Solo alguien que crea ciegamente en los cuentos de hadas puede pensar que tanta generosidad no tuvo un precio.

El Tribunal Supremo español investiga si el presunto pago de los 100 millones de dólares de los saudíes fueron una comisión pagada a Juan Carlos I por conseguir que empresas españolas construyeran el tren de alta velocidad entre Medina y La Meca por un valor de 6700 millones de euros. Ahora sabemos que durante años el jefe del Estado mantuvo una doble vida como lobista y que sus benefactores obtuvieron a cambio una influencia decisiva en España. ¿Cuánta influencia? El interés de las autoridades por mirar bajo de esa alfombra es mínimo.

El parlamento ha bloqueado la creación de una comisión de investigación que podría haber servido para desvelar las implicaciones geopolíticas del comportamiento del rey emérito. Los ciudadanos se pierden así la oportunidad de que se pregunte a los cuatro últimos presidentes del gobierno español qué sabían de los negocios del rey y cómo estos influyeron en la política exterior española. El conocido empresario, Javier de la Rosa, reveló ya en 1995 al entonces director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, que Kuwait pagó 100 millones de dólares como recompensa por el apoyo del rey para que el gobierno español apoyara la coalición contra Sadam Hussein en la primera Guerra del Golfo.

España ha sido durante décadas uno de los principales valedores de las dictaduras árabes, que han encontrado en nuestra monarquía una manera de legitimarse internacionalmente. En noviembre de 2018, en mitad de la indignación por el descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi, el gobierno saudí distribuyó la fotografía de un amigable saludo entre Juan Carlos I y el hombre que algunos acusan de ordenar el asesinato, el príncipe heredero Mohamed bin Salmán.

Tampoco la represión de manifestantes que pedían democracia en Baréin impidió los constantes viajes del rey emérito a otra de las “monarquías hermanas” que engordaron sus cuentas bancarias. Uno de los gestores del patrimonio de Juan Carlos I reveló a la fiscalía suiza que el exjefe del Estado español volvió de un viaje a Manama con un maletín con 1,9 millones de dólares.

A la espera de las decisiones que tomen los jueces en Suiza y España, nadie puede dudar de la inmoralidad del comportamiento del que durante décadas fuera el hombre más admirado de España. Pero no importa el cúmulo de evidencias o el avance de las investigaciones: el mismo poder establecido que extendió un manto de impunidad sobre el rey, incluida una clase política, un empresariado y una prensa cortesanas, ha acudido a su rescate. Lo que debería ser una cuestión de decencia y rendición de cuentas ha degenerado en un polarizado debate entre favorables y contrarios a la monarquía.

Los defensores de Juan Carlos I aseguran que, más allá de sus faltas, su legado como padre de la democracia española es imborrable. Consideran la protección de la institución clave en un momento de gran fractura política y tensiones territoriales, incluido el desafío independentista del gobierno de Cataluña. El argumento es legítimo, pero pierde su sentido cuando se adorna de teorías conspiranoicas sobre un ataque coordinado de los enemigos del país para tumbar la monarquía. Nadie ha hecho más por sabotearla que el propio rey emérito.

Las monarquías europeas son reliquias del pasado cuyo papel se ha reducido a labores de representación diplomática, simbolismo patriótico y, por qué no, entretenimiento para las masas. La vida disoluta de sus miembros ha sido tradicionalmente aceptada, dentro de unos límites. Pero cuando los escándalos implican a una red de abusos de menores, como ocurre estos días con la conexión del príncipe Andrés de Inglaterra con Jeffrey Epstein, o sospechas de corrupción como en el caso de Juan Carlos I, ese pacto no escrito se rompe y la pregunta resurge. ¿Necesitamos la monarquía?

Una institución como la española no puede ser salvada buscando al exrey a un plácido retiro, blindándolo de las consecuencias de sus actos y manteniendo la opacidad de siempre, mientras se envía el mensaje equivocado a su hijo y actual monarca, Felipe VI, de que recibirá el mismo trato independientemente de sus actos.

Lo que se necesita es un debate abierto sobre el modelo de Estado, reformas profundas que adapten la monarquía a los tiempos, empezando por el fin de la impunidad judicial, y la instauración de una cultura de transparencia. La idea de que en pleno siglo XXI los reyes pueden mostrarse desnudos, como en el clásico cuento de Hans Christian Andersen, y esperar que sus súbditos simplemente miren a otro lado, solo puede terminar en un final infeliz.

*David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor, periodista y colaborador regular de The New York Times.  Su libro más reciente es El director.

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