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El 11 de septiembre y el destino

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(Por: Lionel Álvarez Ibarra)

El 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos sufrieron el acto terrorista más terrible, mortífero y tristemente recordado de su historia, de cuyo acontecimiento se cumplen hoy dos décadas.

Recuerdo que a mediados de ese año, se estrenó la película “Pearl Harbor”, basada en el ataque sorpresivo japonés a esa base naval de Hawai, que obligó a los Estados Unidos a entrar en la II Guerra Mundial. Les comenté a unos amigos que me acompañaron a ver la película que, un ataque a territorio norteamericano, era difícil que se repitiese, porque los estadounidenses entonces tenían la inteligencia y la tecnología para detectar con anticipación cualquier amenaza. El ataque del 11-S, me hizo quedar mal, pero en mi descarga, sabemos todos que, ningún organismo de inteligencia americano lo pudo detectar a tiempo.

Desde el mismo día de la tragedia del 11-S, diversas instituciones académicas y científicas iniciaron estudios psicológicos para conocer las consecuencias que el ataque terrorista pudiese producir en la psiquis de los ciudadanos. Las primeras reacciones fueron de incredulidad, ira y temor. Pero según encuestas a nivel nacional, muchos también sintieron preocupación y empatía por las víctimas, y la compasión -esa tristeza que se siente al ver sufrir a otros- superó con creces a otras emociones. También, en una muestra de millares de «newyorkinos», los investigadores consiguieron que cerca del 90 % buscó ayuda en la religión, incluyendo a personas que no se consideraban muy religiosas, demostrando que, también en la Gran Manzana ¡se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena!

Todos los años alrededor de esta fecha, diversos canales de televisión transmiten programas rememorando los acontecimientos. Recuerdo uno en donde entrevistaban a personas que trabajaban en las Torres, pero ese día no asistieron  y se salvaron. Uno de esos casos fue el de Larry Silverstein, un exitoso empresario del sector inmobiliario, que el 24 de julio de 2001, había firmado un contrato de arrendamiento de las Torres Gemelas, sin imaginar que solo 49 días después, su recién negociada edificación sería derribada. Silverstein pasó esos 49 días previos al ataque, desayunando diariamente con sus arrendatarios, en el restaurante que quedaba en el piso 107 de la Torre Norte, pero ese 11-S no se presentó, porque estuvo en una cita médica, y se salvó de morir.

Los sobrevivientes entrevistados explicaban los pequeños detalles que les impidieron llegar a su trabajó en el WTC: «perdí el bus, me retrasó un embotellamiento de tránsito, me tuve que regresar a casa…» Todos lo atribuían al destino: «no me tocaba» o «no estaba en la lista». Muchos dijeron que a partir de esa experiencia, ahora no se molestaban ni se enojaban cuando algún contratiempo los retardaba, porque es el destino que los está protegiendo y colocándolos en el lugar y en el momento en donde deben estar.

No vamos a cuestionar esas explicaciones de quienes parecieran estar convencidos de que fue solo el destino quien intervino. Sin embargo, aceptar que existe un destino ya escrito para cada quien, es como prácticamente renunciar al control sobre nuestras propias vidas, y asumir que no es posible darle un giro a lo que nos ocurre. Entonces ¿en dónde queda nuestro libre albedrío? ¿dónde están los hilos de nuestra responsabilidad?

Curiosos los relatos de los sobrevivientes, pero ¿Qué podemos decir de los que nunca habían estado en el WTC, ni trabajaban en las Torres, ni tenían ningún compromiso de estar allí, pero se presentaron a la hora del ataque y fallecieron? Ellos, obviamente, no pudieron ser entrevistados,  y nos preguntamos: ¿Buscaron ellos su destino? 

Esto nos recuerda el viejo cuento de «Muerte en Teherán» que relata: En cierta ocasión, un persa rico y poderoso paseaba por el jardín con uno de sus criados, visiblemente compungido y turbado porque acababa de charlar con la Muerte, quien le había anunciado con tiempo que lo llevaría consigo. Así podía despedirse de todos, incluido su amo, arrepentirse y pedir perdón en caso necesario. El criado suplicaba de rodillas a su amo que le prestase un caballo veloz para apresurarse y poder huir a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el sirviente se alejó a toda velocidad. Al regresar a la casa, el amo también se encontró con la Muerte y le preguntó: «¿Por que has asustado y aterrorizado a mi criado?.» La muerte le contestó: «Yo no lo he amenazado, solo le mostré mi sorpresa al verlo aquí, cuando en mis planes estaba encontrarlo esta noche en Teherán».

Lionel Álvarez Ibarra
11 de Septiembre, 2021

“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.”
William Shakespeare.

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